Bajar al metro es envolverte en un mundo sin cielo; tras el torniquete que un niño me enseñó como hackear esperan las escaleras mecánicas, que cuando no llevo prisa me dan la oportunidad de recrearme en la vista del hueco inemenso que envuelve a los andenes. Entrar dentro del metro ya es algo más físico, aceptar que el universo conocido se reduce a un tubo que te envuelve, y que lo que pasa dentro es toda la experiencia sobre la naturaleza y la humanidad que vas a experimentar durante unos minutos.
Y estará bien o no, pero da igual, porque no hay otra alternativa que compartir esos minutos con
gente que entra en tu espacio de seguridad, mientras tú intentas acomodarte lo más placenteramente posible en el suyo. En ocasiones lo de que alguien ocupe tu espacio es terriblemente literal como el codo que se apretaba entre mis costillas aquel día que el capullo que me tocó a mi derecha no quiso apartar la mitad del cuerpo que tenía retrepado sobre el reposabrazos, por lo que opté por echarle la espalda sobre el mismo, y así seguimos, costillas contra codo, durante varias estaciones. No sé cual de los dos fue más tonto, yo me reconozco bastante gilipollas y al bueno del invasor de espacio ajeno le reconocí ese tipo de desprecio por la comodidad ajena que a veces dan haber quedado con alguien y tener familia que pague tus facturas; pero estas son experiencias del metro.
Hidden London |
Una cita casi asegurada para aquellos que tengan que pasar más de unos pocos minutos encerrados en el traqueteo del vagón del metro son los pedigüeños, y tenemos que reconocer que permiten explorar muchas variaciones de la naturaleza humana. Los hay músicos, con animales, enfadados, bromistas, vendedores de cosas cada vez más variadas, animados y aburridos. Si el metro pasa cerca de un hospital probablemente te encuentres con algún pedigüeño tullido y no por casualidad, que es lo más triste, sino porque hay una mafia que los va distribuyendo por esas líneas. A veces se producen encuentros entre varios pedigüeños en un vagón, que se resuelven de forma amistosa o no.
Hay algo que le añade un grado de dificultad al asunto de viajar en metro y encontrarse con codos en tu asiento o pedigüeños que quieras rehuir, y es viajar con niños. En estos casos te vuelves más prudente, más cobarde, y encima tienes que intentar explicar lo que estás viendo a alguien que no puede entender qué pasa por la cabeza de quien te pide unas monedas. Y esto fue lo que me ocurrió el otro día con el yonki espondilítico con el que me crucé hace unas pocas semanas. Era del tipo de pedigüeños que dan miedo, pena y asco al mismo tiempo, y todo ello de forma tan brutal que no es posible disimularlo. Un hombre de unos cuarenta años, le calculé, que caminaba balanceando las piernas para equilibrar una espalda que tenía que llevar casi horizontal desde la cinura, muy seguramente debido a una espondilitis. Los ojos azules y caídos no podían desviar la atención la cantidad de verrugas claras que se acumulaban a los lados de la boca, muy desdentada. Iba vestido con lo que se puede esperar en estos casos, camiseta y vaqueros clareados por el sol y tanto uso. Lo más llamativo era la mancha de orina de los pantalones, el hombre se había meado encima y no era muy consciente de ello, como tampoco lo era de las verrugas de la boca ni probablemente del dolor que a otro le provocaría la desviación de la espalda.
Entró en el vagón entonando una letanía monótona sobre que necesitaba pedir para comer, y por un momento me llamó la atención que le entendía claramente, cosa que no espero de una persona que muestra estar tan consumida por las drogas. Avanzó anadeando entre los asientos. He comentado que había niños pequeños. En el asiento de enfrente una madre joven le dice a su hijo mayor, de no más de cinco años que es un hombre que está mal de la cabeza. Algo tiene que decirle para que se esté quieto. Yo le digo al niño que está a mi lado que es un drogadicto, y que pide para tirar un día más. ¿Para droga?, me pregunta el niño. Le respondo que tal vez para comer, pero pienso que qué más da para lo que pida, y no sé por qué me da igual su motivo, ni por qué no me pone en guardia este hombre, y ya he dicho que cuando viajamos con niños todos somos mucho más prudentes.
El yonki llega al fondo del vagón, unos chicos de poco más de treinta, otra vez mis cálculos, le dan unas monedas, con cuidado para que no se le caigan. Cumplido su objetivo el pedigüeño da media vuelta contra la marcha del tren, maniobra en la que casi se cae al suelo, y sin que le importe lo más mínimo anadea por la misma fracción de pasillo y sale por la puerta. Si no hubieran sido ellos, tal vez le hubiera dado algo yo, ese pensamiento de alivio cuando pasó a mi lado por segunda vez y casi me roza con esos pantalones cargados de meados. Giro la cabeza y le veo subir las largas escaleras mecánicas a buen paso a pesar de su espalda doblada, sorteando a la gente cansada que viene de trabajar.
¿Por qué se me ha metido en la cabeza este yonki?. Aparte del despliegue sin pudor de miseria humana ¿qué me llama tanto la atención de él?. Llevo semanas pensándolo, tengo al tío clavado. Creo que fue porque el hombre iba por sus monedas, para hacer su jornada, me da igual si para comprarse un bocadillo o una dosis. A pesar de su aspecto, sólo mostraba cansancio, ni rencor ni tristeza ni dolor ni ansiedad, sólo el cansancio de quien tiene que hacer una rutina que le aburre para tirar un día más. A pesar de la miseria que le consumía demostraba entender que estaba entre gente mucho mejor ue el capullo que me clavó el codo en las costillas. O tal vez no sea por eso, hay tantas cosas que pasan y que no tienen sentido, pero no olvido a ese hombre.
Y no sé, no sé qué puñetas hago yo contando la historia del yonki en este blog. Tal vez acabe rebotándolo al beta, que es por donde desfilan los animales de mi vida. Pero hay dos personajes que me persiguen este mes, este pobre drogadicto y los límites de la utilidad del concepto del perdón. Eso es lo que hacemos los que tenemos este tipo de blog en ocasiones, hablamos para olvidar. ¿Qué esperabais?.
Pero...otra
cosa que me ronda son los dientes podridos de Shane McDowan. Otro
misterio en el que me pierdo con gran cabreo por mi parte. Sé que no
tengo la cabeza bien amueblada, pero ¿tener un cubo de vómitos en medio
del salón?.
Shane compone y escribe la música que yo no podré crear nunca. Y es un borracho que no queda tan lejos del yonki del metro.
¿Será que lo que se me clava en la cabeza es lo que explican en la leyenda del santo bebedor?. ¿La visión de dos tipos que simplemente aceptan lo que son, sin darle aires de tragedia?
No lo sé. Que nadie crea que tengo la múnima intención de explorar esos mundos, bastante vistos tengo a las prostitutas, clientes y drogadictos de la boca de metro por donde tenía que salir aquel día. Pero me quedé mirando al yonki del metro mientras el tipo se iba a lo suyo, sin haber dado la mínima muestra de que le importara nada su miseria, o que quisiera ocupar el espacio de nadie.
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